4/4/14

Hebrón en la memoria

Hebrón es una ciudad parda y negruzca. Hasta la roja carne, expuesta en el aparador de las carnicerías, adquiere un tono oxidado a la luz mortecina del invierno. Los colores de un lugar, de una ciudad en este caso, siempre facilitan el ejercicio de la memoria, y a veces vivifican las descripciones que emergerán en el futuro, en ese instante posterior a la experiencia y alejado de ella en tantos sentidos. Intentamos resurrecciones que resultan, inevitablemente, la imagen de otra cosa, que se parece sin serlo a una experiencia original perdida. El color es algo muy concreto que otorga a nuestro recuerdo un tono de realidad. El color convierte nuestra imaginación en imagen, el espectro de lo que fue en presente mítico. Aura, tal vez.

Sin embargo, la sensación profunda que produjo en mi esta ciudad sagrada en el momento que la penetraba, subido a un autobús destartalado, tiene que ver más con lo perceptible por otros sentidos que con lo visual. Sentidos ocultos que emergen a la superficie.


Fue la intelectualización de sensaciones abstractas, de sensaciones en el cuerpo, dentro del cuerpo, aunque parezca contradictorio. ¿Se puede sentir la presión, la densidad del aire? ¿Se puede sentir en eso que llamamos atmósfera, sin saber exactamente a qué nos referimos, la presencia agazapada de la maldad y de su contraplano? ¿Puede esa sensación resultar fascinadora?

Un camello despellejado cuelga de un gancho en el porche de una casa. La imagen es un asalto exuberante y fugaz dentro del autobús. La llegada es como a un templo, habitado por seres desterrados que profesan un culto prohibido hace milenios. Son fantasmas de un presente escrito en las paredes, escrito con plomo por los moradores de la acera de enfrente. La ciudad vieja de Hebrón, histórica y sagrada como gemela de Jerusalén, fue desalojada para garantizar la seguridad de los colonos israelíes que viven en el barrio colindante o en las mismas casas sobre los comercios, ahora clausurados. Los colonos, armados, gritan que prefieren perder Jerusalén antes que Hebrón. Disparan desde sus casas con sus fusiles sobre las casas de sus vecinos palestinos, ciudadanos originales de Habrón, y lanzan sus desechos a las calles de la ciudad vieja, protegida ahora por una red a pocos metros del suelo. Levantas la cabeza y ves la basura israelí, que es igual a cualquier otra basura, solo que esta se ha convertido en una herramienta de desprecio y humillación.

Las calles desiertas gritan a veces con su silencio. Gritan a los cuatro vientos las paradojas de la historia, de la barbarie histórica que perdura en el mundo civilizado. Hebrón es un gueto al revés, invertido y grotesco, donde los verdugos se encierran, parapetados detrás de las alambradas que un día decidieron hacer suyas en nombre de la liberación, como una seña de identidad nueva. Salieron de la medianoche del siglo, algunos de ellos, convertidos en hienas, y su condición de víctimas les sirvió de coartada y justificación. Siguen en esa misma oscuridad, siguen presos en los guetos y en los campos, convencidos de que la libertad por el trabajo les llega, el trabajo de convertir un desierto en un jardín. Nosotros hemos levantado este país de la nada, dicen, y hemos cultivado naranjas como sandías donde antes solo nacían rastrojos. No se han dado cuenta de que apelando al mismo lema que abría Auschwitz, han sembrado flores de hierro retorcido y punzante. Un paraíso rodeado de alambradas y defendido a sangre y fuego no es libertad ni tampoco justicia. Es el fin y el éxito de la muerte.