19/5/14

El odio

La familia de Hasan me recibió en su casa. El venerable padre, a quien Hasan besa la mano con profundo respeto, la madre y la hermana, cubiertas con sus hijabs, que se retiran a la cocina después de dedicarme un tímido saludo y una sonrisa.
La ancestral y legendaria hospitalidad árabe se materializa en toda su exhuberancia. Una fuente de arroz con lentejas y unas naranjas. Comida sencilla de familia sencilla.

El pequeño de la casa se acerca tímidamente, pero no tarda en sentarse en el regazo de Hasan, su tío, y sonreír a los presentes con expectativas que serán satisfechas. El pequeño de la casa es el rey de la casa en cualquier país del mundo.

Aparecen sobre la mesa algunos álbumes de fotografías familiares. La mujer que se oculta ahora en la cocina y que se hace presente solo para servir comida a los invitados, cubierta con la ropa de la cabeza a los pies, aparece en esas viejas fotografías de los años setenta y ochenta. Sonriente en la playa y en bañador, luciendo una felicidad breve pero sin duda bien aprovechada.

Los palestinos no han perdido esa sonrisa. Siguen existiendo a pesar de todo. Los hijabs no detienen las balas de sus verdugos, pero les otorgan identidad y convicciones.

Salimos a la terraza. Me señalan con el dedo extendido un gran edificio frente a su casa, en una colina al otro lado de la ciudad. Un edificio iluminado como no lo están otros.  Se dan la vuelta y me señalan entonces la pared de su fachada. Agujeros de bala, marcas de los disparos efectuados desde esa casa llena de luz por los colonos israelíes que viven en ella, rodeados de alambradas que supuestamente les protegen de sus vecinos palestinos.

¿Por qué nos odian tanto? me pregunta Hasan. Soy un simple visitante de otro mundo y no tengo respuesta para semejante pregunta.