3/7/14

El silencio y el ruido

Dice un proverbio chino que hace más ruido un árbol cayendo que mil creciendo. En mi opinión, la imagen constituye una metáfora elocuente de la relación que existe en el mundo real entre el bien y el mal, conceptos nacidos de la mitología del idealismo religioso y filosófico que se pretenden descriptivos de la conducta humana.

Si Hannah Arendt nos descubrió la banalidad del mal a partir de sus reflexiones sobre los totalitarismos del siglo XX, parece difícil plantearse entorno al bien una reflexión de la misma claridad y lucidez que complete a este nivel la más vieja dicotomía.

¿Qué es el bien? ¿La ausencia de mal? ¿La lucha contra el mal? ¿La consecución de actos de bondad? ¿Todas esas acciones cotidianas que de forma inconsciente contribuyen al desarrollo de la sociedad y del progreso?Esta última idea me resulta inquietante. Al fin y al cabo, aunque podríamos decir que el mal es aquello que provoca sufrimiento a los demás, lo que nos importa como definición no son tanto sus consecuencias como su naturaleza como fenómeno de la conciencia humana. No llamamos mal a una enfermedad, ni a la violencia de un león sobre su presa. Llamamos mal al sufrimiento infligido sobre el ser humano por otro ser humano, y el mal absoluto, aquel que llevó a Hannah Arendt a su célebre reflexión, es el sufrimiento infligido a seres humanos en una magnitud numérica que nos permite afirmar que se trata de la humanidad en su conjunto o de la humanidad en sí misma, como concepto. El mal absoluto lo provocan las fuerzas sociales, políticas y económicas que la propia humanidad ha desatado. Paradójico. Otra paradoja: el mal no reside en el sufrimiento de la víctima sino en el acto del verdugo. Tomemos por ejemplo el sacrificio de Isaac por su padre Abraham. ¿Cual es el valor moral del acto en si, sin tener en cuenta que fuera evitado en el último momento por la mano de Dios? Matar a un hijo no está muy bien visto hoy en día, aunque si lo intentas sin éxito no te juzgarán por asesinato. ¿Y Dios? ¿Qué clase de Dios sería si se hubiera quedado impasible ante el acto atroz de violencia filicida cometido, o casi, por Abraham?

El mal puede asimilarse sin ningún problema a algo tan banal como un acto de fe. Pero no va por ahí la pensadora judía. La banalidad del mal es el estigma de una época, el descubrimiento de aquello de destructor que se deriva del progreso humano. El ser social determina la conciencia, decía Marx; la modernidad ha convertido al ser social en un juego de engranajes, inconsciente de la destrucción que puede generar su movimiento. Esas acciones cotidianas que contribuyen al desarrollo de la sociedad no son el bien sino precisamente la coartada bajo la cual se puede esconder el mal absoluto.

Hannah Arendt nos advertía de otra cosa. Convertir a las víctimas en la encarnación del bien es deshumanizador. Esto es algo muy habitual hoy en día y desde siempre. Las víctimas son un instrumento del poder. Su dignidad es una imagen ideológicamente incontestable. Pero en el gulag o en el lager se pierde la dignidad el primer día. Solo la humanidad se salva, una humanidad retraída, refugiada en el agujero negro más profundo de la conciencia superviviente. Tal vez fuera esa conciencia la que empujó a muchos al suicidio al final de su vida; la conciencia de no poder volver a vivir, como una alma en pena, siempre vinculados a la experiencia traumática que les convirtió en lo que eran, ya no seres vivientes, sino supervivientes, no-víctimas corroídas por el sentimiento de culpa: ¿por qué yo y no otro? Porque en honor a la verdad, las víctimas fueron quienes perecieron en los campos y en las cámaras de gas, y su memoria, su testimonio, solo es posible a través del silencio, un silencio aterrador como la muerte. Muchos supervivientes trajeron con sigo de su experiencia ese silencio y lo llevaron a cuestas. Un silencio más elocuente que cualquier palabra y a la vez más críptico y comprometido. La escritura o la vida, tituló Jorge Semprún, otro superviviente, una de sus últimas obras, autobiográfica. Seguir viviendo o quedar atrapado en un bucle, en el eterno retorno del episodio histórico, en su carne. 

El suicidio es la negación de la colectividad, la incapacidad de seguir formando parte del ser social, o en todo caso, el reconocimiento de esta incapacidad. Una víctima es un excluido, un desterrado en si mismo. Nos queda la compasión. La compasión como una de las manifestaciones fundamentales de la bondad. Por eso la volcamos sobre las víctimas como forma de exorcizar todo el mal acumulado en su cuerpo. Pero la compasión se convierte fácilmente en un instrumento para la autocomplacencia. Bloques de cemento o de metales pesados, monumentales, institucionales. Aplacan los gritos silenciosos de la muerte presente. Mayores son los monumentos cuando mayor es la necesidad de finiquitar el pasado y relegarlo al rincón de los recuerdos conmemorativos. En el siglo XXI nadie escucha el silencio. No hay silencio en el centro comercial. La humanidad se suicida en masa cada domingo. Es el Reich de mil años por fin triunfante, con bebida grande y patatas de luxe. El mal es una experiencia silenciosa. La indiferencia es estridente y a todo color.