La narración transcurre a través del territorio kurdo de Irak hasta la frontera Siria, entrando en Rojava y terminando en el frente de guerra donde los guerrilleros y guerrilleras del YPG combaten cuerpo a cuerpo contra el ISIS. Zakine visita pueblos y ciudades, campos de refugiados, colegios y hospitales, desiertos y montañas, y se adentra en una sociedad atravesada por un conflicto bélico de más de 18 años de duración. Todas las familias lloran y celebran a sus mártires, porque todas las familias se involucran en un proceso revolucionario que trasciende las reivindicaciones territoriales y nacionales.
Luchar fusil al hombro contra los yihadistas, construir escuelas una y otra vez pese a la escasez de recursos, atender a los heridos y enfermos hasta la extenuación, conducir un autobús gratuitamente un par de horas al día para contribuir de alguna manera, por modesta que sea, al levantar de un pueblo frente a la opresión.
Podríamos decir que también el texto de Zakine trasciende el periodismo, lo dignifica, porque se acerca con honestidad y ternura a los personajes y sus historias, porque nos habla de cómo vive ella misma el contacto con esa realidad, con las personas que han resistido a lo largo de los años y siguen resistiendo.
Hay una distancia insalvable entre quienes tenemos una vida más o menos normalizada, estudiamos, buscamos trabajo, formamos una familia, y quienes lo dejan todo de lado para comprometerse en una lucha que les viene impuesta por las circunstancias, pero que exige a su vez voluntad, determinación y sacrificio. La consciencia de esta distancia impregna el texto de un gran respeto y una cierta tristeza, porque al final, Zakine vuelve a su casa, a su vida, pero los personajes del libro, los que no han muerto durante el verano, se quedan, permanecen un día sí y otro también frente a la opresión y la barbarie, soñando que también ellos podrán bajar de las montañas y terminar los estudios, buscar un trabajo, formar una familia. Es el sueño de una victoria aun lejana, pero no imposible.