Hebrón es una ciudad parda y negruzca.
Hasta la roja carne, expuesta en el aparador de las carnicerías, adquiere un
tono oxidado a la luz mortecina del invierno. Los colores de un lugar, de una
ciudad en este caso, siempre facilitan el ejercicio de la memoria, y a veces
vivifican las descripciones que emergerán en el futuro, en ese instante
posterior a la experiencia y alejado de ella en tantos sentidos. Intentamos
resurrecciones que resultan, inevitablemente, la imagen de otra cosa, que se
parece sin serlo a una experiencia original perdida. El color es algo muy
concreto que otorga a nuestro recuerdo un tono de realidad. El color convierte
nuestra imaginación en imagen, el espectro de lo que fue en presente mítico.
Aura, tal vez.
Fue la intelectualización de sensaciones
abstractas, de sensaciones en el cuerpo, dentro del cuerpo, aunque parezca
contradictorio. ¿Se puede sentir la presión, la densidad del aire? ¿Se puede
sentir en eso que llamamos atmósfera, sin saber exactamente a qué nos
referimos, la presencia agazapada de la maldad y de su contraplano? ¿Puede esa
sensación resultar fascinadora?
Un camello despellejado cuelga de un
gancho en el porche de una casa. La imagen es un asalto exuberante y fugaz
dentro del autobús. La llegada es como a un templo, habitado por seres
desterrados que profesan un culto prohibido hace milenios. Son fantasmas de un
presente escrito en las paredes, escrito con plomo por los moradores de la
acera de enfrente. La ciudad vieja de Hebrón, histórica y sagrada como gemela
de Jerusalén, fue desalojada para garantizar la seguridad de los colonos
israelíes que viven en el barrio colindante o en las mismas casas sobre los
comercios, ahora clausurados. Los colonos, armados, gritan que prefieren perder
Jerusalén antes que Hebrón. Disparan desde sus casas con sus fusiles sobre las
casas de sus vecinos palestinos, ciudadanos originales de Habrón, y lanzan sus
desechos a las calles de la ciudad vieja, protegida ahora por una red a pocos
metros del suelo. Levantas la cabeza y ves la basura israelí, que es igual a
cualquier otra basura, solo que esta se ha convertido en una herramienta de
desprecio y humillación.
Las calles desiertas gritan a veces con
su silencio. Gritan a los cuatro vientos las paradojas de la historia, de la
barbarie histórica que perdura en el mundo civilizado. Hebrón es un gueto al
revés, invertido y grotesco, donde los verdugos se encierran, parapetados
detrás de las alambradas que un día decidieron hacer suyas en nombre de la
liberación, como una seña de identidad nueva. Salieron de la medianoche del
siglo, algunos de ellos, convertidos en hienas, y su condición de víctimas les
sirvió de coartada y justificación. Siguen en esa misma oscuridad, siguen
presos en los guetos y en los campos, convencidos de que la libertad por el
trabajo les llega, el trabajo de convertir un desierto en un jardín. Nosotros
hemos levantado este país de la nada, dicen, y hemos cultivado naranjas como
sandías donde antes solo nacían rastrojos. No se han dado cuenta de que
apelando al mismo lema que abría Auschwitz, han sembrado flores de hierro
retorcido y punzante. Un paraíso rodeado de alambradas y defendido a sangre y
fuego no es libertad ni tampoco justicia. Es el fin y el éxito de la muerte.