10/11/23

Fuera del laberinto, sobre el libro de Amelia Horgan


Bajo las escaleras con los pasos cortos y rápidos de un pájaro, mirando el suelo para no tropezar. Giro por el pasillo de los camerinos y me pregunto si habrá algún personaje más o menos famoso maquillándose. Trabajar en una televisión tiene ciertas particularidades, no es una oficina cualquiera. Paso por delante escrutando con el rabillos del ojo, sin detenerme. Llego a mi destino y abro la puerta. La sala está llena. Somos doce personas, conmigo trece, alrededor de una gran mesa rectangular. En realidad son muchas mesas ensambladas, como un pez gigante formado por multitud de pececillos, un gran pez colectivo persiguiendo al pez grande. Es una metáfora de lo que somos, de lo que deberíamos ser: un sindicato de clase.

Rostros sombríos, indignación, se palpa la tensión, contenida, a punto de desbordarse. Cuando empiece la reunión lo veremos. El “otro sindicato” ha roto la unidad desdiciéndose de lo defendido durante meses para aceptar una propuesta a la baja, satisfactoria también para la empresa, desdiciéndose y lanzándonos a los pies de los caballos. Pero esa es otra historia, una historia que no va a ocurrir como parecía en un principio porque no hay tanta gente dispuesta a claudicar, una historia que no voy a contar aquí porque ya la conté en forma de comunicados. El comunicado de una sección sindical es un género que no había practicado nunca, un texto anónimo leído con el máximo interés, elaborado colectivamente, consecuencia de un debate, escrito por alguien y luego corregido por el resto, literatura obrera de verdad.

Historias vividas en una sección sindical: la tensión, las frustraciones, la rabia muchas veces, satisfacción otras tantas, y un extraño orgullo delante de la derrota difícil de explicar. Se percibe en el brillo en los ojos de tus compañeros y compañeras, una chispa en la mirada enciende el ánimo compartido. Acompañan estas emociones largas reuniones tediosas, discusiones intricadas sobre temas burocráticos difíciles de asimilar, un tiempo arrancado a la jornada laboral si formas parte del comité y dispones de horas liberadas.

Pero el trabajo sigue, el trabajo está ahí, sobre tu espalda como lo está sobre la espalda del resto de la plantilla. El trabajo ocupa la mayor parte de la vida, la mayor y la más importante, digan lo que digan. Día a día, año tras año, nuestra vida se articula alrededor del trabajo, tanto si lo tenemos como si no. Cada aspecto fuera de él está condicionado por los horarios, las exigencias, los compromisos, las relaciones, los resultados, el salario. Como en una red, atrapados, una red de la que quisiéramos escapar. Una red o un laberinto.

Cuando entras en un comité de empresa los quiebros del laberinto empiezan a verse más claros, pero para la mayoría siguen estando ocultos, normalizados como realidad inmutable. La importancia del libro de Amelia Horgan, El laberinto del trabajo, radica precisamente en hacer accesible esa clarividencia: “demostrar que lo que se supone que es natural, inamovible e insalvable, es en realidad contingente, mutable y evitable”.

El libro se adentra en el mundo del trabajo, conectando muchos conceptos teóricos de la sociología y la política con nuestra rutina cotidiana, para diseccionar las relaciones de clase que configuran el capitalismo actual: “los empleadores siempre intentarán maximizar sus ganancias, lo cual significa que tienen una relación política particular con sus empleados”. Esta relación es clave, es el corazón, el centro del laberinto edificado por el capitalismo para mantenernos alejados, alienados (del fruto de nuestro trabajo, de los medios de producción, de nuestra conciencia de clase...).

Amelia Horgan también plantea alternativas y caminos para escapar. En España las huelgas políticas y de solidaridad están prohibidas. Es uno de los amargos frutos de la transición, resultado de un pacto entre fuerzas sociales, políticas, sindicales y económicas dispuestas a tolerar ciertos avances a costa de frenar las legítimas aspiraciones de una clase trabajadora en pie de guerra. En un momento de efervescencia, con niveles altísimos de movilización en los centros de trabajo y en la calle, se tuvo que recurrir a acciones de extrema violencia, como los asesinatos de Atocha o el golpe de estado de Tejero, para disciplinar al movimiento obrero y a la sociedad en su conjunto. Así construye sus laberintos el capitalismo.

Amelia Horgan no habla de la transición porque su contexto es el británico, pero sí se refiere a la evolución del mercado laboral y a sus transformaciones para resaltar la naturaleza histórica de las relaciones de clase. O dicho de otra manera, las cosas no ocurren porque sí. Aquello que constituye la razón de ser del capitalismo sigue actuando como siempre, no por corrientes ocultas ni ciclos históricos sino por la acción política de quienes dirigen la economía y la sociedad. Para el resto, lo que cambia es la forma de experimentar la realidad que nos envuelve. Cambian los muros, los giros y las curvas, los caminos muertos y los atajos, pero sigue siendo un laberinto del que escapar.

Comparto las propuestas de Amelia Horgan: desarrollar conciencia de clase, construir el poder de los trabajadores pese a las muchas diferencias entre el mundo del trabajo hoy y el mundo del trabajo en el pasado. Sin dejarse engañar, sin dejarse engañar porque el laberinto sigue siendo el mismo, seguimos buscando la salida sin saber siquiera que la buscamos, porque el laberinto es al fin, nuestra vida. Pero es también la vida de la persona que tenemos al lado, el siguiente eslabón de la cadena. Es ahí donde reside nuestra fuerza, en la necesidad de soñar juntos un camino nuevo para atravesar los muros y reconquistar no el cielo, nuestra propia vida fuera del laberinto.