Si Hannah Arendt nos descubrió la banalidad del mal a partir
de sus reflexiones sobre los totalitarismos del siglo XX, parece difícil
plantearse entorno al bien una reflexión de la misma claridad y lucidez que
complete a este nivel la más vieja dicotomía.
¿Qué es el bien? ¿La ausencia de mal? ¿La lucha contra el
mal? ¿La consecución de actos de bondad? ¿Todas esas acciones cotidianas que de
forma inconsciente contribuyen al desarrollo de la sociedad y del progreso? Esta última idea me resulta inquietante. Al fin y al cabo,
aunque podríamos decir que el mal es aquello que provoca sufrimiento a los
demás, lo que nos importa como definición no son tanto sus consecuencias como
su naturaleza como fenómeno de la conciencia humana. No llamamos mal a una
enfermedad, ni a la violencia de un león sobre su presa. Llamamos mal al
sufrimiento infligido sobre el ser humano por otro ser humano, y el mal
absoluto, aquel que llevó a Hannah Arendt a su célebre reflexión, es el
sufrimiento infligido a seres humanos en una magnitud numérica que nos permite
afirmar que se trata de la humanidad en su conjunto o de la humanidad en sí
misma, como concepto. El mal absoluto lo provocan las fuerzas sociales,
políticas y económicas que la propia humanidad ha desatado. Paradójico. Otra
paradoja: el mal no reside en el sufrimiento de la víctima sino en el acto del
verdugo. Tomemos por ejemplo el sacrificio de Isaac por su padre Abraham. ¿Cual
es el valor moral del acto en si, sin tener en cuenta que fuera evitado en el
último momento por la mano de Dios? Matar a un hijo no está muy bien visto hoy
en día, aunque si lo intentas sin éxito no te juzgarán por asesinato. ¿Y Dios?
¿Qué clase de Dios sería si se hubiera quedado impasible ante el acto atroz de
violencia filicida cometido, o casi, por Abraham?
El mal puede asimilarse sin ningún problema a algo tan banal
como un acto de fe. Pero no va por ahí la pensadora judía. La banalidad del mal
es el estigma de una época, el descubrimiento de aquello de destructor que se
deriva del progreso humano. El ser social determina la conciencia, decía Marx;
la modernidad ha convertido al ser social en un juego de engranajes, inconsciente
de la destrucción que puede generar su movimiento. Esas acciones cotidianas que
contribuyen al desarrollo de la sociedad no son el bien sino precisamente la
coartada bajo la cual se puede esconder el mal absoluto.
Hannah Arendt nos advertía de otra cosa. Convertir a las
víctimas en la encarnación del bien es deshumanizador. Esto es algo muy
habitual hoy en día y desde siempre. Las víctimas son un instrumento del poder.
Su dignidad es una imagen ideológicamente incontestable. Pero en el gulag o en el lager se pierde la dignidad el primer día. Solo la humanidad se
salva, una humanidad retraída, refugiada en el agujero negro más profundo de la
conciencia superviviente. Tal vez fuera esa conciencia la que empujó a muchos
al suicidio al final de su vida; la conciencia de no poder volver a vivir, como
una alma en pena, siempre vinculados a la experiencia traumática que les
convirtió en lo que eran, ya no seres vivientes, sino supervivientes,
no-víctimas corroídas por el sentimiento de culpa: ¿por qué yo y no otro?
Porque en honor a la verdad, las víctimas fueron quienes perecieron en los
campos y en las cámaras de gas, y su memoria, su testimonio, solo es posible a
través del silencio, un silencio aterrador como la muerte. Muchos
supervivientes trajeron con sigo de su experiencia ese silencio y lo llevaron a
cuestas. Un silencio más elocuente que cualquier palabra y a la vez más
críptico y comprometido.
La escritura o la vida, tituló Jorge Semprún, otro
superviviente, una de sus últimas obras, autobiográfica. Seguir viviendo o
quedar atrapado en un bucle, en el eterno retorno del episodio histórico, en su
carne.
El suicidio es la negación de la colectividad, la incapacidad de seguir
formando parte del ser social, o en todo caso, el reconocimiento de esta incapacidad.
Una víctima es un excluido, un desterrado en si mismo.
Nos queda la compasión. La compasión como una de las
manifestaciones fundamentales de la bondad. Por eso la volcamos sobre las
víctimas como forma de exorcizar todo el mal acumulado en su cuerpo. Pero la
compasión se convierte fácilmente en un instrumento para la autocomplacencia.
Bloques de cemento o de metales pesados, monumentales, institucionales. Aplacan
los gritos silenciosos de la muerte presente. Mayores son los monumentos cuando
mayor es la necesidad de finiquitar el pasado y relegarlo al rincón de los
recuerdos conmemorativos.
En el siglo XXI nadie escucha el silencio. No hay silencio
en el centro comercial. La humanidad se suicida en masa cada domingo. Es el
Reich de mil años por fin triunfante, con bebida grande y patatas de luxe.
El mal es una experiencia silenciosa. La indiferencia es
estridente y a todo color.