Artículo publicado en la revista La Hiedra nº00
El pasado 14 de diciembre, en plena campaña electoral, El
Periódico de Catalunya publicaba el resultado de un estudio realizado por
ACCESO, una compañía de inteligencia de medios y consumidores en España y
Latinoamérica, que concluía que el periodista más influyente ante las
elecciones generales del 20D era Jordi Évole, director y presentador de
Salvados. En el cuarto lugar, detrás de Iñaki Gabilondo y Ana Pastor, se
encontraba el Gran Wyoming. Como refleja el ranking, un 80,3% de las y los
encuestados aseguraban acudir a la televisión para informarse sobre las
cuestiones relacionadas con la campaña.
Que el medio televisivo ha jugado un papel fundamental en
los procesos políticos que han desembocado en la reciente contienda electoral
es algo que nadie cuestiona. Desde la emergencia de Podemos alrededor de un líder
forjado como tertuliano televisivo, hasta la aparición de los candidatos en
magazines de entretenimiento ajenos a la política, como El Hormiguero. Pero lo
que llama la atención de este estudio es el hecho de que entre los cuatro
periodistas más influyentes se encuentren dos humoristas.
En 1996, el Gran Wyoming se encargó de presentar la versión
española del programa argentino Caiga Quien Caiga. En los pequeños reportajes
que lo constituían, un enviado especial, vestido siempre con un traje negro y
gafas de sol, abordaba en actos públicos a personajes famosos de toda índole,
para generar situaciones cómicas mediante una entrevista que transgredía la
seriedad del momento. El entrevistado era forzado a entrar en el juego o a
hacer el ridículo con reacciones fuera de tono. Mucha gente del ámbito de la
política sufrieron esos pseudo escraches y el éxito del programa les obligó a
asumirlos como algo a lo que debían someterse sin demasiada resistencia.
Poco tiempo después, en 2002, hace su aparición de la mano de
Buenafuente, El Follonero, el personaje encarnado por Jordi Évole que le haría
famoso. El Follonero irrumpe desde el público para interrogar al invitado,
cuestionándole y poniéndole en evidencia desde el punto de vista de la sabiduría
popular y profana. Representa, en cierta manera, la voz del público, que se
entromete en la pantomima plácida y controlada del espectáculo.
No hay duda de que El Intermedio y Salvados son herederos de
esos dos proyectos previos, y comparten tanto la transgresión discursiva que
pone en evidencia a quienes se esconden detrás de una imagen pública
prefabricada, como el intento de construir una voz que representa a quienes
desde la calle viven ajenos a las instancias que deciden sobre sus vidas.
Posiblemente esta sea una de las funciones del humorista.
Pero Évole y Wyoming van más allá y asumen un rol periodístico
que les encumbra en las audiencias. La causa de este fenómeno no se reduce a la
calidad de sus programas o a su inclinación política, sino que hunde sus raíces
en la idiosincrasia del periodismo español como institución y al papel que
estos dos personajes han jugado en un contexto marcado por la llamada crisis de
régimen.
No hace mucho pudimos ver en el Intermedio una comparación
entre una entrevista realizada por RTVE a Mariano Rajoy y la del periodista
británico Jeremy Paxman, del canal Sky New, al primer ministro David Cameron.
Mientras este último era interrogado insistentemente sobre el aumento de bancos
de alimento en el país durante su mandato, a Rajoy se le preguntaba por sus
vacaciones y otras banalidades.
La concentración de la gran mayoría de medios de comunicación
en las manos de unos pocos grupos empresariales, así como el uso partidista que
algunos gobiernos hacen de los entes de comunicación públicos, ha convertido en
una excepción la presencia relevante de periodistas incisivos y con actitud crítica,
capaces de insistir en preguntas incómodas e indagar en los entresijos de los
hechos. La precariedad rampante también ha contribuido a la docilidad de
quienes practican una profesión sometida a las exigencias del mercado, ventas,
audiencias y anunciantes.
En este escenario, dos humoristas como Évole y Wyoming
han llenado un vacío. Y su éxito se debe, en gran medida, a una ciudadanía que
ha empezado a cuestionar, también en la calle, los discursos dominantes de la
llamada Cultura de la Transición.