21/6/22

Pasolini: cuestión de clase


En sus Escritos Corsarios, Pasolini alerta de la desaparición de las culturas subalternas, culturas propias del campesinado que este llevó consigo en su periplo hacia las ciudades y las fábricas. Al convertirse en el nuevo proletariado urbano adaptó esa cultura a sus nuevas circunstancias, convirtiéndola en un capital simbólico de gran relevancia política. Lo que nos identificaba como clase y nos diferenciaba del resto era a su vez garante de una conciencia esencial en la construcción de un sujeto revolucionario. Superada la posguerra, un nuevo hedonismo de consumo se abre paso a lomos del boom económico, logrando una homogeneización cultural que se ha ido agudizando desde entonces. En España alguien lo verbalizó de forma un poco más prosaica: convertiremos a los proletarios en propietarios, dijo un viejo ministro franquista. El coche, el piso y los fines de semana en el centro comercial. Nuevos símbolos para una supuesta nueva clase media que se alejaba así de un pasado convulso para sumergirse en la fantasía de una igualdad aparente.

Pasolini dedicó sus dos primeras novelas, Chavales del arroyo y Una vida violenta, a narrar la vida colectiva de los jóvenes del subproletariado urbano en la Italia de los 50. Con un estilo depurado de artificios literarios, el escritor nos sitúa en el punto de partida de esa transformación. La trágica vida de sus protagonistas, que Pasolini no juzga en ningún momento, se desarrolla en un entorno sucio y ruinoso, pero en tránsito hacia un futuro próximo de progreso aun insospechado que ellos no van a disfrutar. John Berger, en su trilogía De sus fatigas, va un poco más allá al trazar un arco narrativo que abarca la vida rural en descomposición, el proceso hacia la proletarización y las consecuencias finales. Ambas poéticas, pese a sus diferencias, adolecen de una idealización nostálgica que nos ayuda a matizar la versión teórica esbozada por Pasolini en sus Escritos poco antes de morir.

El hedonismo de consumo no solo no ha constituido una nueva forma de fascismo, algo que a la luz de los nuevos fenómenos de extrema derecha resulta diáfano, sino que tampoco representó el fin de la cultura proletaria. El fin de una cultura proletaria, tal vez, también la erosión de la conciencia de clase, pero el desarrollo económico y el éxito del reformismo socialdemócrata, explican en parte la integración de una clase trabajadora que a partir de la crisis de los 70 y la nueva revolución neoliberal, ha visto como sus condiciones de vida y sus derechos sociales, democráticos y laborales eran sistemáticamente atacados por las élites.

Tiene lugar otra transformación. La cuestión económica adquiere una nueva relevancia. La izquierda ha sido capaz de señalar la creciente desigualdad como una consecuencia fatal de la revolución neoliberal, pero incapaz de entender su potencial como elemento aglutinante y constitutivo de una nueva cultura de clase. Porque a mi y a un compañero con el que nunca me pondría de acuerdo en cuestiones ideológicas, nos une la necesidad de un convenio que nos permite, por ejemplo, ausentarnos hasta tres días de nuestro puesto de trabajo cuando ingresan en un hospital a un familiar. Con un trabajador precario o en paro nos une esa misma necesidad. A nuestros jefes, sin embargo, ese convenio les parece un anacronismo, algo culturalmente obsoleto a las puertas de la llamada cuarta revolución industrial. Ellos, desgraciadamente, sí son conscientes de ese carácter cultural. La extrema derecha tal vez también lo sea.

Es cierto que hoy en día, el capitalismo puede fabricar móviles inteligentes tan baratos que resultan asequibles hasta para los habitantes de los barrios más pobres del planeta, pero no es capaz de conseguir que esos pobres dejen de serlo. Algo parecido encontramos en las novelas de Pasolini. Los chicos de la calle no tienen a su alcance los recursos suficientes para cambiar de vida, pero gracias a pequeños timos o a la venta de chatarra pueden pasar las horas bebiendo vino barato en una taberna o bañándose en el río y tomando el sol.

Ha habido cambios, sí, es innegable, pero hay una cuestión fundamental. Ante unas elecciones seguramente discutiré con un compañero o compañera de trabajo que vote al PSOE, a Cs o al PP. Ante mis críticas al hedonismo de consumo, me responderán que disfrutan mucho en el centro comercial y que no entienden mis reparos, vistos como una forma de elitismo cultural. Cuando la empresa nos quiera tocar el convenio, habrá un punto de encuentro a partir del cual podrá surgir un debate fraterno que tal vez conduzca a una transformación real. Después de una inevitable lucha, claro. Ni la izquierda política ni la izquierda social han sido capaces de comprender esta potencialidad. A pesar de los movimientos populares que han surgido cada cierto tiempo, desde el movimiento antiglobalización hasta el 15-M, los sindicatos de clase han seguido envejeciendo y debilitándose.

Pasolini escribió dos novelas de una belleza lírica sobrecogedora, apegadas a un realismo limpio, claro y conciso que nos traslada la voz y los actos de los habitantes de un mundo hoy inexistente. No hay juicios morales, solo una realidad tan humana como histórica, y por tanto, política. Su análisis de las transformaciones sufridas por esa realidad fue lúcido en su momento, profético incluso, pero no alcanzó a predecir las consecuencias profundas de todo lo que aconteció después. Ahora que el monstruo de la extrema derecha empieza a mostrar sus fauces por todo el mundo, tal vez sea hora de replantearse ciertos principios básicos.