5/11/22

Ficción y compromiso más allá de la ideología

En el mundo del cine ha existido siempre un debate sobre los límites del documental. ¿Dónde llega la realidad filmada y en qué momento se convierte en fabulación de autor? Claude Lanzmann calificaba Shoah, su documental sobre los campos de exterminio nazis, de “obra de arte”, autoproclamándose, como director y artista, responsable de toda imagen y todo sonido aparecidos en la película. Existe incluso una famosa frase que dice que una ficción cinematográfica es también un documental de su rodaje.

Esta controversia tiene su origen en la naturaleza misma del discurso audiovisual, construido a través de un proceso de fragmentación del espacio y de su posterior recomposición en la sala de montaje. Es imposible escapar a la subjetivación, sea cual sea el género, sea cual sea la caja de herramientas narrativas utilizada. El mundo mostrado a través de una obra cinematográfica es fruto de la puesta en forma de un punto de vista personal, una manera de mirar el mundo, de entenderlo, de contarlo, de imaginarlo. También de pensarlo, claro está, desde la ideología.

Da la sensación de que los límites entre géneros y procedimientos están mucho más claros en literatura. Existen algunos textos híbridos. Escritores como John Berger o W.B. Sebald indagan en la realidad para construir relatos literarios puros, moldeando el material que extraen, como Lanzmann moldeó a sus personajes a la hora de entrevistarlos y filmarlos, en pos de unos objetivos que trascienden el ensayo clásico, incluso el más personal, no digamos ya el reportaje periodístico o la reconstrucción histórica. Pero que la diferencia entre novela y ensayo no sea motivo de controversia en literatura, no significa que, como en el cine, los procedimientos literarios puedan escapar de la subjetivación propia de toda representación artística de la realidad.

La relación entre subjetividad e ideología es difícil de negar. Escoger un libro para engrosar una biblioteca es un acto político, también lo es escoger un tema para escribir, un enfoque, una voz, la serie de recursos narrativos concretos asociados a todo ello. Incluso la no ideología, llámale neutralidad, es una forma de posicionarse, al apostar por el escapismo alienante ante una sociedad y un mundo que cada vez más exigen un compromiso activo.

Decía Walter Benjamin que la humanidad ha llegado a un grado tal de alienación, que percibe su propia extinción como si fuera un goce estético. No se trata únicamente de las múltiples películas y series apocalípticas que han proliferado en los últimos años. A parte de exorcizar el miedo que nos atenaza, muchas de esas ficciones pronostican una catástrofe inevitable. La salvación tendrá lugar después de un exterminio a escala planetaria. El futuro pertenece entonces a pequeñas minorías que disponen de capacidades y recursos para sobrevivir. Con goce estético nos referimos también a una forma de estar en el mundo, el mundo en toda su extensión, un mundo que, hoy en día, percibimos a través de un tsunami (símil apocalíptico donde los haya) de información, discursos, relatos visuales y sonoros que nos llegan a través de las redes sociales de forma fragmentada, contradictoria, sesgada y desordenada.

Ante este continente sin fin, esta “Pangea” virtual que nos convierte en testigos directos de todo lo que nos rodea, desde el atroz genocidio hasta la más tierna caricia, nos quedamos atónitos y no reaccionamos más que de forma recíproca: con un simple clic, un comentario, de aprobación o de ira, pero siempre breve e intrascendente. Como lanzar una moneda a un pozo solo para escuchar el ruido que hace al llegar abajo, sin preocuparnos siquiera en pensar un deseo.

El compromiso de quien escribe va más allá de su ideología porque tiene que ver con su actitud ante el nuevo paradigma. Dice John Berger: “los moralistas, los políticos, los mercaderes ignoran la experiencia, y solo les interesa la acción y los productos. La mayor parte de la literatura procede de los desposeídos o de los exiliados. Ambos estados concentran su atención en la experiencia y, así, en la necesidad de redimirla del olvido, de aferrarse a ella en la oscuridad.” Berger habla en realidad de dos tipos de escritor o escritora: quien escribe en connivencia con el poder para nutrir el mercado de objetos de consumo, de masas o de élite, tanto da (élites de izquierda, incluso), frente a quien decide resistir al tsunami, sin saber muy bien cómo ni con qué herramientas, pero con la convicción de que hace falta mucho más que escribir y publicar.

Generalmente, el primer compromiso es con el arte. La pasión por la literatura es el camino que nos permite alcanzar la pericia necesaria para llevar a buen puerto cada proyecto. Luego está el tema. Cualquier artista necesita un tema, y es ahí donde se refleja de forma más clara el impacto de la ideología. Pero hay un tercer nivel de compromiso que tiene que ver con nuestro papel como ciudadano o ciudadana, también con la función social que la literatura puede jugar en un determinado momento. Como con cualquier otra persona, el compromiso a este nivel implica algún tipo de activismo en el campo social o político.

La cosa se complica cuando pretendemos trasladar nuestro activismo a la práctica literaria. No hay un camino claro, ni fácil, pero desde mi punto de vista se trataría de convertir cada acto literario en un acto de resistencia, contra las lógicas del mercado y contra las lógicas de la fragmentación y manipulación mediáticas. No solo escribir, también publicar, también y sobre todo, distribuir, promocionar, para que la literatura se convierta en un proceso más de construcción de espacios colectivos y a la vez íntimos de reflexión, solidaridad y apoyo mutuo. En palabras de Godard, por terminar también con una referencia cinematográfica, no basta con hacer cine político, hay que hacerlo políticamente. Lo mismo para la literatura, aunque eso nos obligue a indagar y a interrogarnos sobre nuestra forma de estar en el mundo.