16/1/24

Cuando no tengamos consuelo


Existen dos imágenes, solo dos imágenes, que dan testimonio de las atrocidades cometidas por los nazis en el interior de las cámaras de gas que sembraron por Europa a principios de la década de 1940. Ni siquiera se puede apelar a ellas como prueba irrefutable de lo acontecido justo en el interior, la muerte por asfixia de millones de seres humanos.

En la primera imagen, un grupo de mujeres desnudas son empujadas hacia la cámara de gas del crematorio V de Auschwitz. La segunda imagen, muestra la incineración al aire libre de los cuerpos gaseados, cuerpos desnudos convertidos en un montón de cadáveres, al otro lado del mismo crematorio.

El antes y el después. Y en el medio, un inmenso vacío, un silencio atroz: el invisible rostro de la imposibilidad de saber.

Esas fotografías, dos series de dos, en realidad, fueron tomadas, de forma clandestina, por la resistencia organizada en el interior del campo. El momento concreto sirve de trasfondo en la película El hijo de Saúl, la historia de un preso que busca desesperadamente el cadáver de su hijo, para enterrarlo y evitar precisamente que termine como un cuerpo amontonado e incinerado. Persigue, como a un fantasma, la humanidad de su hijo y la suya propia.

El objetivo de la resistencia era muy claro. Documentar el Holocausto para luego sacar del campo las fotografías e intentar provocar una reacción de la resistencia exterior y de los ejércitos aliados. Un bombardeo aéreo causaría también muchos muertos entre los presos, pero podría poner fin, o retrasar al menos, el genocidio.

La idea se reprodujo en múltiples campos, por las diferentes organizaciones de la resistencia alrededor de Europa, pero nadie consiguió llevarla a buen término. De ella da cuenta también Claude Lanzmann en su monumental película, Shoah, a través del testimonio de algunos supervivientes.

Un ejemplo más: el fotógrafo catalán Francesc Boix, en Mathausen, consiguió salvar un buen puñado de fotografías incriminatorias por él realizadas, utilizadas como prueba en los juicios de Núremberg, pero no llegó a documentar el genocidio en sí.

Una vez finalizada la guerra, ha quedado una pregunta sin respuesta concluyente: ¿cómo pudo ocurrir un acto de semejante magnitud sin provocar reacciones de repulsa masivas entre la ciudadanía? ¿Cómo pudo ser que tanta gente no fuera consciente del crimen perpetrado a escasa distancia de sus casas? ¿Fue miedo, ignorancia o desprecio por las víctimas?

Los crímenes nazis han sido ampliamente documentados y demostrados más allá de toda duda, pero hay en la historia casos más sangrantes. Atom Egoyan reproduce, en su film Ararat, un diálogo entre dos amigos, uno de ellos armenio y el otro turco. Según el personaje armenio, cuando a Hitler le cuestionaron la viabilidad de la solución final, alegando que un crimen de semejante magnitud no podía quedar impune, este respondió: ¿Quién se acuerda del genocidio armenio?

Sea o no sea cierta la conversación, evocada en la ficción, entre Hitler y sus secuaces, casi nadie conoce hoy el asesinato de más de un millón de personas en Armenia a manos del Imperio Otomano en 1917. En la Turquía actual, este crimen sigue negándose.

No saber puede suponer un gran consuelo. Negamos la realidad o la aceptamos como un acontecimiento que ha tenido lugar en el pasado, fuera de nuestra vida y de nuestro entorno inmediato, y, por su puesto, de nuestra capacidad de intervención. No saber nos permite seguir considerándonos personas buenas y justas, pues si lo hubiéramos sabido, no habríamos sido indiferentes. Así, nos identificamos con Francesc Boix o con los héroes y heroínas de la resistencia en los campos de exterminio, porque al no saber, no tuvimos ni tenemos que ser ellos.

La pregunta estos días es la siguiente: ante la gran cantidad de imágenes que nos llegan diariamente de la masacre genocida perpetrada por Israel en Gaza, ¿cómo podemos consolarnos? La ignorancia ya no es un refugio, pues solo puede ser fruto de la estupidez absoluta o del cinismo abyecto. Nos indignamos cada día, nos expresamos con vehemencia, nos manifestamos, pero seguimos con nuestra vida, con nuestro día a día, enganchados a la cadena mientras el dolor y la muerte siguen exterminando al pueblo palestino.

Susan Sontag cuenta, en su libro Ante el dolor de los demás, una conversación con una mujer bosnia en la ciudad de Sarajevo durante el cerco. Sontag le pregunta si se siente abandonada por los países europeos. La mujer contesta que no puede enfadarse con la indiferencia de los demás, pues cuando ella veía en la televisión la primera fase de la guerra entre croatas y serbios, se conmovía, pero no dejaba de pensar en la lejanía de los hechos, ajenos a su lugar y a su momento. Apagaba la televisión y seguía con su vida, confiesa.

Tal vez algún día alguien nos sitiará y nos bombardeará y lograremos sentir esa misma soledad, la herida del abandono, y nuestro consuelo será, sufrir también aquello contra lo cual en su día no supimos reaccionar.

La situación que estamos viviendo ahora comporta dos fenómenos aterradores. Por un lado, aquellos expertos, asesores o tertulianos, que, ante la rotundidad de los hechos y las imágenes, se ven obligados a instruirnos sobre qué es y qué no es un crimen de guerra, y porque no es lo mismo matar a un niño judío que a un niño palestino, con argumentos tan repulsivos que no voy a repetir aquí (nadie debería repetirlos jamás, nunca jamás, en ningún sitio).

El segundo fenómeno es las represión sistemática en todos los ámbitos de quienes deciden expresar abiertamente su solidaridad con el pueblo palestino. La represión aún no es total y absoluta, pero constituye una deriva autoritaria muy peligrosa para los valores democráticos. Tampoco está frenando las movilizaciones.

Esas otras imágenes: cientos de miles de manifestantes en todo el mundo, banderas Palestinas en los estadios de fútbol, pese a la prohibición, personas judías ocupando espacios públicos para gritar alto y claro, no en mi nombre. Esas imágenes no son un consuelo, pero sí un recordatorio de que la humanidad todavía no ha perdido la guerra. Pese a todo, la humanidad sigue resistiendo los embates de un anti-humanismo genocida, cuyo único fin es la defensa de intereses espurios, políticos, geoestratégicos, económicos (crematísticos diríamos con Aristóteles).

Seguiremos llorando sin consuelo las atroces imágenes que nos llegan cada día desde Gaza. Seguiremos manifestándonos y expresando nuestra repulsa. Seguiremos transitando el camino de la humanidad, porque ante el genocidio israelí en Gaza, ante la complicidad o la tibieza de los gobiernos del mundo, peor que no tener consuelo, es no necesitarlo.