
La última barricada en caer en manos de las tropas de Versalles el 28 de mayo de 1871, en la rue Ramponeau, fue defendida durante 15 minutos por un solo federado, que consiguió, por tres veces, romper el asta de la bandera tricolor que enarbolaban los verdugos de la Comuna a las órdenes de Thiers. Según cuenta Prosper-Olivier Lissagaray en su obra Historia de la Comuna de París de 1871, el heroico revolucionario escapó, pero no sabemos qué fue de su vida pues desconocemos cómo se llamaba.
Si quisiéramos encontrarle una pega al libro, publicado en español en 2021 por Capitan Swing, con motivo del 150 aniversario de la enorme gesta revolucionaria del proletariado de París, tal vez sería esta: al querer redactar de forma exhaustiva y pormenorizada los acontecimientos, con el fin de desmentir las atroces mentiras vertidas sobre la Comuna por sus adversarios, Lissagaray se centra casi exclusivamente en las personas con un papel relevante en el drama, ya fueran diputados de la asamblea, líderes comuneros o militares, entre otros. Las masas proletarias se convierten así en un telón de fondo, un personaje colectivo secundario. Cierto que tienen su protagonismo puntual, ensalzado siempre su heroísmo, su rol principal en los momentos clave, pero nada se cuenta de su actividad política y militante durante esos tres meses.
Por poner un ejemplo, Louise Michel, recordada recientemente en la ceremonia inaugural de los JJOO de París, aparece en el libro solo al final, cuando el autor narra la represión posterior a la Comuna, y solo para citar esa célebre declaración exigiendo a los jueces la ración de plomo que le correspondía por formar parte del proletariado revolucionario.
La Comuna, el Comité Central, los mandos militares; Thiers, la Asamblea Nacional, los diputados, los alcaldes... A partir de la documentación existente, de la prensa del momento y posterior, de numerosas entrevistas realizadas a los protagonistas supervivientes, de todas las tendencias, y con su propia experiencia a cuestas, Lissagaray aborda la tarea de un cronista, ante todo, fiel a los hechos, sin esconder sus inclinaciones personales ni escatimar las críticas que considera necesarias.
Al principio de la obra, el propio autor advierte: quien no esté atento en la lectura, no logrará seguir el hilo. En este sentido, sería de agradecer por parte de la editorial, algún mapa del París de la época, con los lugares donde se desarrolla la acción principal señalizados, y un glosario de personajes con una breve biografía política de cada uno de ellos. Ambos recursos facilitarían mucho la comprensión al lector no familiarizado.
La Comuna de París es un acontecimiento mitificado y con una trascendente carga simbólica, pero también constituye una “caja de herramientas” de experiencias útiles para comprender las revoluciones sociales y su naturaleza de clase. También la contrarrevolución, su violencia extrema, y el papel que juegan los diferentes sectores en una sociedad capitalista cuando esta atraviesa momentos de crisis.
Son debates abiertos, controversias que no tienen fin, pero por encima de todo, la historia de La Comuna contiene una lección demasiado tiempo olvidada. Nos lo recordaba Daniel Bensaïd con una anécdota referida a la escritora Marguerite Duras. Al preguntarle, al día siguiente de la caída del muro de Berlín, qué valor debía ser recuperado y promovido de forma urgente, ella contestó: “la lucha de clases”.
Tal y como cuenta Lissagaray, los verdugos de la Comuna tenían muy claro que su objeto era acabar con el socialismo, el proyecto político de la clase trabajadora consecuencia de una revolución social triunfante. De ahí la violencia contra un movimiento democrático y socializador que apenas la usó para imponerse.
El socialismo no es la lucha de clases. Ni siquiera es la consecuencia lógica de la lucha de clases. El socialismo es la consecuencia de la lucha de clases como valor, el resultado de un conflicto que deriva en organización y luego en proyecto político. Dicho de otra manera, la lucha de clases existe porque existe una clase explotada y una clase explotadora. La clase explotada buscará siempre la manera de reducir la explotación o reducir el sufrimiento que produce, la clase explotadora intentará aumentar siempre la explotación y los mecanismos de dominio que le permiten hacerlo. Estos mecanismos servirán, a veces, al objetivo de reducir el sufrimiento de los explotados para evitar que se revelen, otras veces aumentarán ese sufrimiento con el mismo objetivo.
Pero ¿es posible una sociedad sin explotación? Este es, al fin, el deseo secreto de la clase explotada. Hoy en día, es un deseo que no tiene forma (o tiene mil formas, lo que es lo mismo), porque está desconectado de las experiencias históricas de la clase trabajadora. Esas experiencias no se repetirán, al menos no como sucedieron en su día, pero si somos capaces de mirar con atención, veremos que la verdadera fuerza transformadora proviene de la capacidad de asumir la lucha de clases como valor político, conectando la defensa de condiciones económicas concretas con nuestro deseo de emancipación.
El deseo tal vez sea la última barricada, asediada por todos los flancos: cultural, económico, político... El último comunero que la defiende es un fantasma, nuestro fantasma, el personaje del libro de Lissagaray al que debemos prestar atención, al que debemos rememorar como Duras rememoró entonces su lucha. Es una lucha entre clases, el proletariado revolucionario escribiendo la historia, porque cuando son los líderes, diputados, presidentes, secretarios generales, o portavoces, quienes la escriben, generalmente, acaba mal. El último comunero no desapareció, se desvaneció en el flujo del tiempo para recordarnos de qué, de quien, están hechas las revoluciones.