3/5/23

El año del diluvio o la imaginación para un nuevo presente


Mientras leía El año del diluvio, segunda parte de la trilogía de MADDADDAM de Margaret Atwood, tropecé, en un artículo de Alberto Santamaría para Viento Sur, con una cita de Raymond Williams que dice así: “La labor de un movimiento socialista triunfante será una labor en los sentimientos y la imaginación casi en igual medida que en los hechos y la organización. No en la imaginación o los sentimientos en su sentido más débil (el de imaginar el futuro, que es una pérdida de tiempo, o en la vertiente emocional de las cosas).”

La idea que me conmocionó es la que expresa la cita en segunda instancia. Que imaginar el futuro es una pérdida de tiempo es algo que choca frontalmente con cierta doble tendencia cultural contemporánea. Por un lado la proliferación de distopías y obras de tipo apocalíptico, como la propia trilogía de Atwood, que vienen a reforzar la sensación de que vivimos en una época póstuma donde el futuro ha sido cancelado (aquello de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo), por otro, una nueva conciencia crítica que no solo denuncia la tendencia conservadora en este tipo de obras, incluso en aquellas que pretenden no serlo, sino que reivindica la necesidad de imaginar futuros utópicos posibles que reviertan lo que Mark Fisher llamó realismo capitalista, la idea de que no hay otra realidad más allá del capitalismo liberal.

El problema es de difícil solución, más aún si tenemos en cuenta que Williams falleció en 1988 y solo pudo intuir los cambios que se han producido en el mundo desde su muerte. ¿Mantendría su afirmación hoy en día? ¿Debemos renunciar a la utopía? ¿Cómo podemos construir un horizonte de deseo sin proyectarnos en el futuro? Cuestiones para reflexionar, a partir de las cuales construir un proyecto cultural, o literario, que contribuya de alguna manera a ese movimiento socialista triunfante al que se refiere Williams (hoy podríamos decir socialismo eco-feminista o eco-feminismo socialista).

Pero yo quería hablar aquí de la novela de Margaret Atwood, sobre la que se podrían decir muchas cosas aptas para la contraportada o la solapa del libro: elogios a la capacidad literaria de la autora, a la solidez de la obra, a la prosa concisa y directa, a la estructura alternada que te va arrastrando poco a poco a un mismo punto donde todo cobra sentido, a una imaginación creadora que mantiene vínculos de verosimilitud con la realidad del presente, a la capacidad que tiene para emocionarte sin recurrir, como alerta Williams, a la vertiente emocional de las cosas. Quería hablar de la novela y he empezado hablando de política. ¿Por qué?

Tal vez porque Toby y Ren, las dos protagonistas que sobreviven a la catástrofe, narrada en Oryx y Crake, la primera parte de la trilogía, forman o formaron parte de los Jardineros de Dios, una secta compuesta por disidentes que desertan de las grandes corporaciones para oponerse, en la clandestinidad, a su dominio. La historia y la idiosincrasia de los Jardineros constituye el verdadero trasfondo de la novela, lo cual la sitúa fuera del modelo apocalíptico convencional. No se trata solo de alertar del peligro que entraña que la sociedad siga por el camino que traza la lógica del mercado, la explotación de la naturaleza y su manipulación a voluntad sin límite alguno. La novela plantea sobre todo la necesidad y la posibilidad de explorar alternativas de oposición y resistencia.

Los Jardineros de Dios adquieren la imaginería y las costumbres de una secta religiosa, se rigen por una moral estricta en refugios urbanos donde cultivan sus alimentos y aprenden a vivir al margen de una sociedad en estado de descomposición. Sus miembros son en realidad científicos que se preparan para lo que llaman el “diluvio seco”, aprendiendo y enseñando a sobrevivir en la naturaleza conscientes del colapso que se avecina. Pero no se limitan a eso. Mantienen el contacto con simpatizantes que siguen trabajando para las grandes corporaciones, les ayudan a escapar o a emprender acciones de sabotaje coordinándose con otras células o grupos afines cada uno de los cuales plantea sus propias estrategias.

El periplo individual de Ren, como el de Toby, nos conduce a través de un entramado de personajes que en un primer momento parecen ajenos a la realidad, aislados en su pequeño mundo al margen de todo, una vía de escape hacia ninguna parte de espaldas a los acontecimientos relevantes de la historia. A medida que avanza el relato vamos descubriendo las múltiples dimensiones que hay detrás, los valores, los vínculos, el aprendizaje, la solidaridad y la lucha más allá de la mera supervivencia.

Es aquí donde Raymond Williams tal vez se encontrara con Margaret Atwood, si entendemos que es a nuestro presente que interpela la novela. No se trata de imaginar el futuro como fin del mundo, sino de volver a imaginar el fin del capitalismo como el proyecto político que nos va a liberar de toda explotación, pero también de toda distopía futura.