Resulta muy difícil hablar de La carretera sin destripar el final. Leí la novela de Cormac McCarthy habiendo visto la película, y esperaba llegar a ese momento como si me correspondiera por derecho. Al mismo tiempo, una chispa de inquietud en el estómago me advertía de la posibilidad de diferencias más o menos sutiles, más o menos obvias, capaces de alterar el recuerdo de las sensaciones vividas al terminar el film.
En realidad, ante las experiencias sufridas por un padre y su hijo cruzando el territorio hacia el mar, a través de uno de los peores escenarios apocalípticos, el más terrorífico, creado por la ficción, solo hay una emoción que te empuja a seguir leyendo. Esperas un giro, una grieta, anhelas un respiro, un encuentro capaz de dar sentido y aliviar la congoja, el malestar, físico casi, causado por unas descripciones precisas, ricas en detalles, de un mundo sin vida, cubierto de ceniza, veneno y muerte.
Durante la lectura nos convertimos en testigos privilegiados del viaje de los protagonistas, de sus esfuerzos sobrehumanos por sobrevivir, así como de su miedo. Pero el miedo de ambos personajes no es en absoluto el mismo. El hijo nació con la catástrofe, no conoce nada más, ha vivido una vida gris en un planeta yermo entre hordas de caníbales acechando. El miedo le rodea, impregna todo su ser, le posee a cada paso, cada quiebro en el camino, cada brisa, cada ruido, cada nuevo paisaje, le sorprende y le hace temblar.
El miedo del padre es otro, pues su única razón de ser, de resistir, es la supervivencia de su hijo. Su hijo no conoce otro mundo, otra humanidad, él ha perdido la suya, lo ha perdido todo, y solo espera la muerte. Su hijo anhela el encuentro final, sin saberlo lo espera. La humanidad desconocida existe, debe existir en algún lugar porque él la lleva consigo, en su interior: “la llama”, el fuego de la bondad.
¿Nosotros somos de los buenos, verdad? Le pregunta el chico, y el padre responde con un sí rotundo. Si tiene que matar para sobrevivir, no le temblará el pulso. El chico lo sabe, pero intuye también que la bondad no significa nada si no se ejerce. Por eso insiste siempre en ayudar a los refugiados que se encuentran por el camino, compartiendo incluso la escasa comida conseguida a duras penas de los lugares ya saqueados tiempo atrás. El padre se niega, pero cede, porque entiende la fragilidad de esa llama y su importancia.
Llegados a este punto, ¿destripo o no destripo al final? Me limitaré a decir que tanto la novela como la película cumplen los patrones del género. Asumen también el imaginario apocalíptico según el cual el ser humano, reducido a su estado natural, acaba convertido en un depredador sin escrúpulos capaz de los actos más atroces. Es un imaginario conservador, pero también anti humanista. El niño no ha conocido la humanidad, no ha conocido el mundo anterior al desastre, y por eso su bondad solo puede haber sido inspirada por Dios.
No se pueden negar las enormes virtudes literarias de la novela de McCarthy. Una dialéctica despiadada entre acción y descripción para hacer avanzar la narración de forma trepidante, unos diálogos parcos y directos pues los personajes no tienen casi nada de lo que hablar, solo se interpelan ante las contingencias. Consigue arrastrarte al interior de un mundo devastado cuya imagen creada con la fuerza de la palabra da cuenta de la magnitud de la catástrofe, de origen desconocido. Ese mundo y el nuestro están siempre en relación mediante los detalles, lo cual produce una fuerte inquietud. Con el corazón en un puño, deseamos el encuentro. Deseamos también la redención.
¿Pero de qué debemos redimirnos? ¿Cuál es en realidad la catástrofe? Esta es la pregunta sin respuesta. La mayoría de las obras del género no se atreven siquiera a formularla. La catástrofe es precisamente creer que el ser humano es un lobo para el ser humano, y que en nuestra lucha por la supervivencia individual solo es cuestión de escoger entre el bien y el mal, inspirados por una fuerza divina que refulge en nuestro interior.
Nuestros antepasados vivieron en estado salvaje y practicaron el canibalismo. Poco a poco, mediante la colaboración y el apoyo mutuo, el conocimiento y la razón, fueron edificando las bases para una sociedad capaz de alumbrar por sí misma pese a sus contradicciones. La llama de la sociedad está hoy en peligro ante un capitalismo voraz que todo lo consume. Al final de la carretera no encontraremos el bien y el mal, encontraremos todo aquello que nos hace seres humanos. De nosotros y nosotras depende.
Durante la lectura nos convertimos en testigos privilegiados del viaje de los protagonistas, de sus esfuerzos sobrehumanos por sobrevivir, así como de su miedo. Pero el miedo de ambos personajes no es en absoluto el mismo. El hijo nació con la catástrofe, no conoce nada más, ha vivido una vida gris en un planeta yermo entre hordas de caníbales acechando. El miedo le rodea, impregna todo su ser, le posee a cada paso, cada quiebro en el camino, cada brisa, cada ruido, cada nuevo paisaje, le sorprende y le hace temblar.
El miedo del padre es otro, pues su única razón de ser, de resistir, es la supervivencia de su hijo. Su hijo no conoce otro mundo, otra humanidad, él ha perdido la suya, lo ha perdido todo, y solo espera la muerte. Su hijo anhela el encuentro final, sin saberlo lo espera. La humanidad desconocida existe, debe existir en algún lugar porque él la lleva consigo, en su interior: “la llama”, el fuego de la bondad.
¿Nosotros somos de los buenos, verdad? Le pregunta el chico, y el padre responde con un sí rotundo. Si tiene que matar para sobrevivir, no le temblará el pulso. El chico lo sabe, pero intuye también que la bondad no significa nada si no se ejerce. Por eso insiste siempre en ayudar a los refugiados que se encuentran por el camino, compartiendo incluso la escasa comida conseguida a duras penas de los lugares ya saqueados tiempo atrás. El padre se niega, pero cede, porque entiende la fragilidad de esa llama y su importancia.
Llegados a este punto, ¿destripo o no destripo al final? Me limitaré a decir que tanto la novela como la película cumplen los patrones del género. Asumen también el imaginario apocalíptico según el cual el ser humano, reducido a su estado natural, acaba convertido en un depredador sin escrúpulos capaz de los actos más atroces. Es un imaginario conservador, pero también anti humanista. El niño no ha conocido la humanidad, no ha conocido el mundo anterior al desastre, y por eso su bondad solo puede haber sido inspirada por Dios.
No se pueden negar las enormes virtudes literarias de la novela de McCarthy. Una dialéctica despiadada entre acción y descripción para hacer avanzar la narración de forma trepidante, unos diálogos parcos y directos pues los personajes no tienen casi nada de lo que hablar, solo se interpelan ante las contingencias. Consigue arrastrarte al interior de un mundo devastado cuya imagen creada con la fuerza de la palabra da cuenta de la magnitud de la catástrofe, de origen desconocido. Ese mundo y el nuestro están siempre en relación mediante los detalles, lo cual produce una fuerte inquietud. Con el corazón en un puño, deseamos el encuentro. Deseamos también la redención.
¿Pero de qué debemos redimirnos? ¿Cuál es en realidad la catástrofe? Esta es la pregunta sin respuesta. La mayoría de las obras del género no se atreven siquiera a formularla. La catástrofe es precisamente creer que el ser humano es un lobo para el ser humano, y que en nuestra lucha por la supervivencia individual solo es cuestión de escoger entre el bien y el mal, inspirados por una fuerza divina que refulge en nuestro interior.
Nuestros antepasados vivieron en estado salvaje y practicaron el canibalismo. Poco a poco, mediante la colaboración y el apoyo mutuo, el conocimiento y la razón, fueron edificando las bases para una sociedad capaz de alumbrar por sí misma pese a sus contradicciones. La llama de la sociedad está hoy en peligro ante un capitalismo voraz que todo lo consume. Al final de la carretera no encontraremos el bien y el mal, encontraremos todo aquello que nos hace seres humanos. De nosotros y nosotras depende.