14/9/24

Verdad y mentira en La campana de cristal


Leí una vez que para conocer cómo era la vida en la Inglaterra decimonónica, de nada servían las novelas de Dickens. Se refería quien lo escribió, sin ánimo de desmerecer la obra del autor de Grandes Esperanzas, a cierta literatura realista capaz de describir espacios y ambientes, personajes y comportamientos de forma muy vívida, generando así una fuerte sensación de verosimilitud. Ese tipo de literatura acostumbra a trascender su época, dejando una fuerte impronta en nuestro imaginario. A diferencia de la realidad, la ficción está obligada a parecer real, decía Mark Twain. Para cumplir tal exigencia el escritor no tendrá más remedio que recurrir a mecanismos técnicos, narrativos y estilísticos específicos de la ficción. La literatura, como todo arte, miente para decir la verdad.

He vuelto a estas reflexiones a raíz de la lectura de La campana de cristal, la única novela de la poetisa Sylvia Plath. No es solo la sinceridad de la primera persona, o los paralelismos entre la vida de su protagonista y la de la autora, es la conmoción al leer toda una serie de métodos para el suicidio fríamente detallados en la novela, como elementos de ficción, sabiendo que se consumarían poco tiempo después de escribirse.

¿Dónde reside pues la verdad y dónde la mentira en La campana de cristal? Tal vez se trate de una larguísima nota de suicidio, tal vez de una autobiografía novelada o pura invención, difícilmente podremos albergar dudas de la veracidad de muchas, o solo algunas si se quiere, de las expresiones, emociones y reflexiones vertidas al lector por Sylvia Plath a través de la voz de su protagonista.

La novela está estructurada en tres partes, la primera es el viaje a Nueva York, con una beca de estudios, de una joven de Chicago de clase trabajadora. Alejada de sus rutinas y de su hogar, se enfrenta con un mundo que, o bien le exige algo que no sabe si puede dar, o la trata como a un objeto; como a una mujer en el Nueva York de 1963, podríamos decir, a mitad de los treinta gloriosos del capitalismo. Atrapada entre la ambición y el deseo, el trabajo y el consumo, vive su experiencia entre fascinada y perpleja.

Pero Esther quiere escribir poesía. Una actividad excéntrica, fuera de quicio. Cuando vuelve al hogar sigue atrapada, atascada, no sabe qué hacer con su vida. Tiene talento para ir a la universidad, pero el consejo de su madre le impide avanzar: aprender mecanografía, así podrá tener un empleo asegurado, podrá ser un mujer independiente. En esta segunda parte, Esther planifica su suicidio y elabora un catálogo de métodos para llevarlo a cabo, como un catálogo de expectativas frustradas. Las expectativas frustradas no son, sin embargo, expectativas de muerte, sino de huida.

En la tercera parte, Esther sufre una crisis e ingresa en un centro psiquiátrico. Allí seguirá con su pugna, intentando satisfacer nuevas expectativas, las de su doctora para evitar la terapia electro-convulsiva y ser dada de alta, aparentando lo que no es para normalizarse ante el mundo y sus instituciones: universidad, trabajo, matrimonio, hogar.

Su objetivo es otro. Escapar de la campana de cristal suspendida sobre su cabeza y a su alrededor, escapar de su condición de mujer en 1963; escapar de las exigencias y los caminos marcados por los demás: su madre, la redactora de la revista donde hace prácticas en su visita a Nueva York, su prometido, del que no está enamorada, la madre de ese hombre, quien insiste en el enlace, la rica y famosa escritora que ejerce de tutora y costea los gastos de la clínica porque está convencida de su talento, un talento a explotar.

El talento tal vez sea también una campana de cristal, una herida abierta en una vida condicionada. ¿Por qué los hombres pueden desarrollar sus talentos y tener una familia al mismo tiempo y las mujeres no? Pregunta retórica, pues la mujer carga con las responsabilidades familiares y la mecanografía es su único recurso para tener una cierta independencia económica.

Si nos arrebataran la poesía y solo nos quedara la mecanografía, tal vez también meteríamos la cabeza en el horno, como Silvia Plath poco tiempo después de escribir esta novela. Dejando, eso sí, sus dos hijos debidamente acostados, porque incluso en la práctica del suicidio, el cuidado de la familia y el hogar son lo primero, condición obliga.

Pero eso, como suele decirse, es otra historia, una historia que no está en la novela. O sí, tal vez sí lo está, implícitamente al menos, porque la ficción nos acerca a la verdad, pero no a la verdad de los hechos concretos, sino a una encrucijada donde se encuentran lo emocional, lo íntimo, lo social y lo histórico para ahondar en la condición humana en toda su complejidad. En un lugar y un momento concretos, Sylvia Plath no fue capaz de romper su propia campana de cristal. La novela que escribió nos ayuda a comprenderla, a ella y su tiempo. Una herramienta, sin duda, para que otras (y otros) puedan seguir intentándolo.